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¿En qué consiste la terapia de conducta?

En la actualidad, la terapia psicológica está lejos de ser una actividad unitaria. Existen múltiples tipos de terapia y, para cualquier usuario, puede resultar difícil escoger un tipo de servicio sin tener muchos conocimientos al respecto. Como terapeuta, para mí es muy importante que las personas tengan la mayor cantidad de información desde el principio, que cada paso sea honesto, transparente; y por eso dedico este espacio a hablar del tipo de prácticas que orientan mi trabajo.

Pero primero consideremos, en ese basto mudo de diferentes terapias, ¿Qué hace que una terapia sea distinta a otra?, es muy común encontrar comparaciones entre diferentes tipos de terapia, atribuyéndoles características que hacen a cada una distintiva. Uno de los principales puntos que se suele mencionar y difundir es que las terapias son distintas por las técnicas que emplean; afirmación que puede ser errónea por su imprecisión.

Más bien, resulta más adecuado afirmar que los tipos de terapias psicológicas difieren entre sí porque constituyen herramientas de comprensión e intervención diferentes. Con herramientas de comprensión me refiero a que cada una sostiene una serie de explicaciones y suposiciones sobre los fenómenos psicológicos, llegando incluso a tener bases filosóficas y teóricas únicas e incompatibles con otro tipo de abordajes.

¿Esta diferencia sobre qué influye? Principalmente sobre la comprensión del motivo de consulta de un consultante, misma que luego guiará al terapeuta en cuanto a qué tipo de técnicas debería aplicar, según el caso, y cuándo es el mejor momento para aplicarlas.

Dicho esto, en algunas oportunidades he señalado que mi abordaje es desde la terapia de conducta, pero, ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué hace que la terapia de conducta sea “terapia de conducta”? Como herramienta de comprensión, uno de los supuestos de los que parte la terapia de conducta es que todo lo que hace una persona solo puede ser entendido dentro de un contexto. Cuando se dice “todo lo que hace una persona” se incluyen: (a) las acciones que pueden ser observadas por otros; y (b) aquellas acciones que solo pueden ser observadas y sentidas de forma exclusiva por el individuo, como los pensamientos, sueños, sentimientos, imaginaciones, entre muchos otros.

Actos-en-contexto

La comprensión de estas acciones o actos no se hace por la forma o la apariencia que tengan, sino por la función que cumplen dentro de una situación y evento particular y una historia de vida. Aquí surgirá la duda, ¿Qué es eso de función? Veámoslo con una metáfora.

Un lápiz, en esa clase tan importante que tienes, puede ser usado para tomar nota de las cosas que luego, cuando estés estudiando para el parcial, no te perdonarías haber olvidado. Esto, la funcionalidad del lápiz, lo has aprendido a través de tu experiencia en un sistema educativo. Ahora, si pensamos en otras circunstancias, este mismo objeto lo puedes emplear de otras formas: si estas aburrido(a) quizá lo uses para hacer garabatos, o pinchar ligeramente, en broma, a alguien con quien tienes confianza. Hablamos del mismo objeto, pero, si nos ponemos creativos, vemos que puede tener muchas funciones diferentes en circunstancias diferentes.

Lo mismo ocurre con el comportamiento: en una circunstancia pensar puede servirle a alguien para aproximarse a algo importante y deseado, mientras que, en otras circunstancias, le puede servir para prevenir o evitar situaciones incómodas. Así, un mismo proceso puede estar en función de múltiples objetivos para un individuo, bajo condiciones diversas.

Pero el comportamiento no es el único que es comprendido desde la función que tienen para un individuo, las circunstancias, de la misma forma, son entendidas por la función que tienen. Por ejemplo, consideremos dos personas: una primera persona que a lo largo de su vida su familia, amigos y comunidad en general, le han enseñado a apegarse estrictamente a las normas sociales; y una segunda persona que, más bien, le han enseñado a comportarse siguiendo su propia experiencia y sus sentidos. Ambas asisten a consulta buscando orientación: en el primer caso recibir una directriz directa por parte del terapeuta podría ser negativo, pues esta persona va a cambiar su comportamiento para seguir ajustándose a las expectativas del otro, aun cuando esto le traiga consecuencias negativas; con la segunda persona podría, por el contrario, ser beneficioso pues esto le puede ayudar a tomar otros criterios, como los sociales, para orientarse en el mundo que le rodea y organizarlo de otras formas, apoyándose en otros elementos además de sus propias percepciones.

Todo esto se acompaña de un tercer supuesto: mucho de lo que las personas hacen es aprendido, y se aprende para sobrevivir y prosperar en sus circunstancias. Esto es clave pues es la principal razón por la cual los terapeutas de conducta evitan referirse a los problemas psicológicos como “creencias erróneas” o “comportamientos disfuncionales”, pues no se puede reducir el comportamiento a la dualidad correcto/incorrecto, y toda conducta tiene una función dentro de la historia personal.

De hecho, se sostiene que los procesos y mecanismos por los que las personas logran sobrevivir y atravesar de forma óptima una situación, son los mismos a través de los cuales aprenden conductas que pueden tener costos importantes a largo plazo, en múltiples contextos. Un ejemplo de esto lo podemos observar con una persona que siente temor ante una situación claramente amenazante, temor que le mueve y le permite afrontar airosamente la situación, como al resguardarse, pero que luego dicho temor siga apareciendo, aun cuando no hay amenaza clara, generando un detrimento en diversos ámbitos de su vida. Esto, entre algunas otras cosas, es lo que se suele observar en casos de trauma.

La lógica de intervención en la terapia de conducta

Antes de hablar sobre la intervención desde la terapia de conducta, es necesario hacer referencia al corazón de esta terapia, que debería ser el corazón de todas las terapias: la evaluación. Como se ha ido sugiriendo, la evaluación en la terapia de conducta no se restringe de forma exclusiva a la valoración de los problemas humanos como buenos/malos, adecuados/inadecuados; más bien, parte de cuestionamientos como ¿Qué cosas son significativas para la persona? ¿Qué pérdidas ha tenido al lidiar con su sufrimiento? ¿Qué le ha impedido, o le impide, tomar una u otra dirección importante para ella (barreras físicas, sociales y psicológicas)? ¿Qué puede ayudarle?

Las respuestas a estos cuestionamientos iniciales, delimitarán a futuro lo que se considere como un avance del consultante, pues esto en sí mismo es también particular a su historia y contexto. Lo que se valora como positivo o como avances en su proceso terapéutico, es un acto-en-contexto también. Cuando, por ejemplo, una persona no tiene claro lo que es importante para sí misma, al evaluar esta dimensión podemos toparnos con cosas como que no puede identificar sus valores y un sentido personal, lo que conlleva a pensar que la terapia puede ir dirigida a desarrollar comportamientos que le permitan clarificar estos valores.

El proceso de evaluación, en su estadio inicial, suele ir dirigido principalmente por el terapeuta, pero se guarda el objetivo de que, conforme va avanzando el proceso terapéutico con un consultante, este último participe de forma activa en su propio proceso de evaluación; pues, y esto será parte de lo que implica la intervención, la idea es crear un contexto donde progresivamente la experiencia del cliente y su participación obtengan mayor protagonismo.

Dicho esto, ¿Cómo es la intervención desde esta comprensión? La técnica principal sería toda acción del terapeuta que altere, de manera directa y/o simbólica, el contexto del consultante. Es decir, un terapeuta de conducta no asume que está entrando y modificando la mente de la persona, sino generándole al consultante un ambiente o contexto alternativo: le provee un nuevo contexto, la misma relación terapéutica, para ampliar el rango de acciones que puede hacer el consultante, y ayudarle a construir y sumar herramientas a las que ya tiene.

Un ejemplo de esta ampliación es el desarrollar la habilidad de percibir cómo le afecta al individuo el entorno que le rodea y cómo sus acciones también afectan a dicho contexto. El terapeuta usa su propio comportamiento y sus propias reacciones como instrumento para influenciar al consultante, haciendo uso de cualquier estrategia que le permita crear ese nuevo ambiente: el diálogo terapéutico (ej. pedirle a la persona que note las reacciones que tiene al relatar un evento), ejercicios experienciales, recursos artísticos; y cualquier elemento y contexto que pueda promover el desarrollo de los comportamientos necesarios de acuerdo al caso.

Al considerar que la terapia es un contexto más para el consultante, se asume como un espacio adicional a los otros con los que éste interactúa diariamente. Por ello, la terapia busca, en la medida de las posibilidades, trasladar las ganancias y cambios en el contexto terapéutico a estos otros contextos de su cotidianidad. De esta forma, la relación terapéutica se considera, no como un factor, sino como el vehículo para que ocurra el cambio de comportamiento en múltiples contextos.

Autor: Jhonnathan Sulbarán

Edición y supervisión de contenido y redacción: Sofía Jardim