Las metáforas están presentes en todas partes. Escuchamos en la cotidianidad cosas como “el sol se está poniendo”, cuando observamos el amanecer; o “se me sale el corazón” cuando queremos informar que estamos asustados. Si discutiéramos sobre si efectivamente mi corazón se sale de mi cuerpo, ustedes quizás me dirían que estoy malinterpretándolo todo, y que esta, claramente, se trata de una metáfora. Sin embargo, consideren que una discusión como esta, hace unos cuantos siglos, podía no resultar tan metafórica. De hecho, implicaría discutir sobre una realidad literal, y cualquier cosa que atente contra una afirmación como “el sol se está poniendo”, sería considerada como la negación del amanecer.
Los tiempos cambian, y la manera como la humanidad le da sentido a los elementos que le rodean, también. No hace muchas décadas, la homosexualidad figuraba, o era considerada, como una enfermedad mental. Pero ya no. O al menos se puede considerar que es una creencia rechazada más amplia y abiertamente. Pero, ¿Cómo cambió eso? ¿Cómo se determina qué es una enfermedad mental y qué no? ¿Qué es una enfermedad mental?
Estas preguntas son formuladas por Bernard Guerín (2017) en su libro How To Rethink Mental Illness (o Cómo Repensar la Enfermedad Mental) y me animo a traerlas para que podamos reflexionar al respecto. No está de más decir que hacer estas preguntas y conversar sobre ellas puede resultar muy complicado en la actualidad y es mi deber aclarar que no es mi intención, ni la de autores como Guerín, ignorar, negar o devaluar el sufrimiento humano; por el contrario, esta es una invitación a observarlo de frente, directamente, y preguntarnos cómo nos estamos aproximando a él, cómo lo denominamos, cómo lo concebimos en nuestra realidad.
Para los propósitos prácticos de este texto, tengamos una de las metáforas previas en mente y observemos el sufrimiento humano como el amanecer. Lo podemos ver, sentir e incluir en nuestras conversaciones, sin embargo, ¿Y si hablar de enfermedad mental es como decir que “el sol se está poniendo”? Es decir, si esta última es una expresión metafórica, que los seres humanos hemos creado para referirnos al amanecer, los elementos alrededor del término “enfermedad mental” constituyen la forma que hemos acordado usar para referirnos e interactuar con el sufrimiento humano.
Para la época y el momento histórico-social que tenemos, cuestionar esta forma de hablar del sufrimiento humano, y sus implicaciones prácticas, puede ser incómodo, contra intuitivo e incluso irritante. Un poco como cuestionar que “el sol se está poniendo” hace siglos. Sin embargo, esto no evita que estas metáforas, cuando no son reconocidas como tal, generen un gran impacto en las decisiones que tomamos como sociedad, ante algunos grandes cuestionamientos: ¿Qué leyes debemos elaborar? ¿En qué se debe invertir el gasto público? ¿Qué hacemos con frente a la persona que sufre?
Los psicofármacos figuran entre los medicamentos de mayor consumo en el globo terráqueo, se han creado espacios de reclusión o aislamiento, destinados al tratamiento de las denominadas “enfermedades mentales”, llámense centros de salud, hospitales psiquiátricos, espacios de retiro; y cada vez son más visibles los recordatorios sobre la importancia de la salud mental, en medios públicos, donde, por lo general, el foco de luz suele estar exclusivamente en la persona que experimenta alguna forma de sufrimiento psicológico.
El lado oscuro de estas prácticas emerge en más ámbitos de la vida de los individuos de los que imaginamos como sociedad, e incluso dimensionamos: personal, social, académico, profesional, legal. Algunos de estos efectos pueden tomar la forma de estigmatización de parte de profesionales de la salud hacia la persona que sufre, estigmatización familiar y estructural e institucional, así como fenómenos como alienación social y auto alienación, la cosificación y deshumanización.
Otro elemento llamativo es que, aun cuando algunas de estas prácticas son bienintencionadas, muchas no intentan clarificar la relación entre las condiciones materiales y contextuales de los individuos con respecto a su situación y su sufrimiento; y esta es la dirección hacia la que apunta Guerín (2017), nutrida por aportes previos, surgidos en la psicología, la sociología y la filosofía, de la mano de autores como B.F. Skinner, Michael Foucault y Thomas Szasz, por solo mencionar algunos.
Ahora pensemos ¿Qué pasaría si reformuláramos la manera en que hablamos del amanecer o, siguiendo con el ejemplo, el sufrimiento humano? ¿Hacia dónde prestaríamos atención? ¿Qué cosas cobrarían ahora más relevancia? ¿Cómo sería esa reformulación?
Quizá la primera invitación que nos harían Guerín (2017) y el resto de autores mencionados, sería a nombrar el amanecer de otra forma, rechazando incluso referirnos al mismo como la puesta del sol. Entre sus afirmaciones encontramos que las emociones y pensamientos son consideradas como una forma de comportamiento humano, acciones en curso, tal y como lo constituyen otros movimientos o acciones que puede realizar nuestro cuerpo. Pero, además, son actos en curso que se definen y perfilan por elementos situacionales, es decir, por dónde ocurren, el lugar que tienen dentro de una historia particular, y por las consecuencias que tienen, sobre el mismo individuo, sobre otras personas y sobre su medio ambiente.
Si decimos que el amanecer tiene que ver con el movimiento de rotación terrestre, esto en sí mismo cambia mucho cómo entendemos el mundo. Algo similar ocurre con el comportamiento humano. Si decimos que lo psicológico se define por sus consecuencias podemos hacernos varias preguntas: ¿Es, entonces, el racismo un problema psicológico? ¿Qué pasa con el sexismo? ¿Qué pasa con las prácticas de exclusión? ¿Con el bullying? ¿Con el daño al medio ambiente?
Además, entender lo psicológico y el sufrimiento como en función de un contexto trae consigo una serie de implicaciones prácticas inmediatas, señaladas por Guerín (2017). Inicialmente, invitan a observar, desde otra perspectiva, la relación que tienen nuestros modos de vida actuales, las instituciones sociales y políticas en las que nos encontramos inmersos, con el sufrimiento humano. Podemos tomar como ejemplo la manera en que nuestro comportamiento económico, y el modo en que se dan las relaciones laborales, separan o dividen las distintas facetas de la vida humana, incluso haciéndolas mutuamente excluyentes.
De forma más específica, consideremos como ejemplo el Síndrome de Burnout. Esta denominación, y las características que este reúne, se han adjudicado como fenómeno exclusivo a la persona, llegando incluso a responsabilizarla del mismo, al tiempo que se le desliga de otros elementos de su medio que coexisten con su cuadro de burnout en sí mismo, como patrones de explotación y violencia que pueden estar presentes dentro de las organizaciones de las cuales la persona es parte, como su contexto laboral.
Algo semejante pasa con afirmaciones como las de Jordan Peterson, al afirmar que las brechas salariales en género se deben a que las mujeres suelen ser más afables que los hombres. A lo que nos invita Guerín (2017) en su libro, es a invertir más tiempo observando los contextos en los que las mujeres se deben desarrollar y prestar especial atención a qué elementos están presentes para que desarrollen dichos comportamientos afables.
Tomando el ejemplo de Guerín (2017):
«En términos de relaciones sociales, las mujeres de todo el mundo tienen límites mucho mayores y menos oportunidades que los hombres. Las mujeres son más propensas a: que se les inflija violencia; que se exculpe de responsabilidad a sus perpetradores; que otras personas le demanden sobre lo que deben hacer; ser observadas y juzgadas por extraños; ser interrumpidas por hombres; y recibir acoso no deseado» (p.181).
Esto constituye un ejemplo de cómo, cuando hablamos y nos quedamos únicamente en la enfermedad mental, o incluso la salud mental, podemos ignorar este tipo de condiciones. Otras autoras, Johnstone y Boyle (2019), agregarían que este ejemplo implica que, al evitar denominar el sufrimiento humano como enfermedad, dejamos de preguntarnos ¿Qué hay de malo con esta persona?, y empezamos a cuestionarnos cosas como ¿Qué le pasó? ¿Cómo esto le afectó? ¿Qué tuvo y qué ha tenido que hacer para sobrevivir? ¿Qué sentido le ha dado a sus experiencias?
Cuando preguntamos ¿Qué le pasó a esta persona? quizás empecemos a dirigir nuestra atención a los problemas que tiene el mundo que nos rodea, a las prácticas sociales, económicas y políticas que tienen un costo humano importante. Ante la pregunta de ¿Cómo esto le afecto? hacemos el intento de comprender las amenazas que suponen estas prácticas y sus problemas para los miembros de una sociedad. Al cuestionarnos ¿Qué tuvo que hacer para sobrevivir? ¿Qué sentido le ha dado a sus experiencias? nos invitamos a pensar que, tras esos comportamientos que etiquetamos como problemáticos, como enfermedades, hay una historia de supervivencia y de lucha, no una persona defectuosa.
En la práctica, más que una campaña de consideración a la salud mental y una constante invitación a terapia, podemos reflexionar sobre cómo somos con las personas que tenemos al lado, cómo son las condiciones en las que nos desarrollamos y hacemos vida, qué hace la sociedad para facilitar la existencia de espacios de crecimiento y desarrollo sanos para los niños, y en qué medida diversos sistemas de los que somos parte pueden ser generadores de sufrimiento humano.
Y así, a partir de estos cuestionamientos, tal vez lo humano se vuelva un asunto público.
Referencias
Guerin, B (2017). How to Rethink Mental Illness: The Human Contexts Behind the Labels (Exploring the Environmental and Social Foundations of Human Behaviour). Routledge.
Johnstone, L. y Boyle, M. (2019). El Marco de Poder, Amenaza y Significado: un sistema conceptual no diagnóstico alternativo. Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría, 39(136), 155-173. https://dx.doi.org/10.4321/s0211-57352019000200008
Créditos
Autor: Jhonnathan Sulbarán
Colaboradora: Sofia Jardim

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